"Quien puede decir cuánto ama, pequeño amor siente".
Francesco Petrarca, poeta y humanista italiano.
Enlace al capítulo anterior: Luna nueva.
Mis queridos visitantes, lectores y amigos, admiradores de las cosas bellas en general, sé que estabais impacientes por conocer el desenlace de las aventuras de mi amado Hijo literario, mi alter ego, ese ente egoísta y desagradecido que ahora dice sentirse solo en este maravilloso Paraíso que he creado para él; así que con él os dejo, ya que tanto se aburre, pues que sea él mismo quien os cuente sus ardientes... desventuras.
* * *
"No, no fue un reloj despertador, pues de él carezco por innecesario; ni siquiera, como de costumbre, el crepúsculo, con el que me despierto cada jornada; tampoco el hambre, perdido con la noción del tiempo desde que espero aquello que mi amado Padre y Creador consintió en concederme y que, como diríais vosotros, humanos, me tiene "con la mosca detrás de la oreja" vista la escasa resistencia opuesta a mi osada reclamación e intuido un cierto halo mordaz en su amable predisposición por socorrer mi angustia.
No, lo que me hizo abrir los ojos como lo hacen aquellos seres que pasan de improviso del más beatífico de los letargos a la más inquietante de las alertas, no fue otra cosa que el silencio más absoluto que he escuchado jamás. ¡Nada!, ni un trino, ni un gorjeo, ni un pipiar; ni zumbido, ni graznido, ni un chirriar; ni el más mínimo zapateo, ni ululato, ni chozpar y, por no oír, ni el más leve bamboleo de las ramas en los muchos árboles que adornan esta hermosa montaña de perpetuas nieves y gélidos vientos que hoy, ahora, ni siquiera llegan a sumisas brisas.
Y así fue mi brusco despertar aquel esperado anochecer. Sé que a cualquiera de vosotros aquella tensa espera le hubiera helado la sangre, pero yo no sentí temor alguno, estaba protegido por la esperanza, por la ilusión de quien intuye que algo extraordinario estaba a punto de ocurrir.
Y ocurrió.
Cuatro, fueron cuatro los golpes que rompieron aquel atronador silencio. Pese a mi agudísimo oído, pese a mi extraordinario sentido del olfato, fui incapaz de detectar presencia alguna al otro lado de la puerta sobre la que, por segunda vez, insistieron aquellos cuatro misteriosos golpes. No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil, sentado en mi sillón con la mirada fija en aquella puerta mientras en mi cabeza se arremolinaban caóticamente pensamientos de eterna gratitud a mi condescendiente Padre con las más disparatadas conjeturas sobre quién -o qué- me visitaba.
Ha de ser ella, la enviada por mi Padre a ahuyentar mi soledad. ¿Será hermosa?, sí, claro que sí; pero ¿qué digo?, ¡y qué más da!, ¿le gustaré yo?, y esta cabaña, ¿le resultará acogedora?, quizá le guste pasear por el bosque..., pues claro que sí, ¡música, pondré algo de música!, ¡oh, diablos!, a ver si resulta que yo, ¡yo!, a estas alturas me voy a poner nervioso... Y así, una vez calmados mi mente y mi espíritu, decidí dejar aquello al arbitrio del destino mientras volvía a escuchar aquellos cuatro golpes; los cuatro golpes de la llamada del destino.
Y ocurrió.
Cuatro, fueron cuatro los golpes que rompieron aquel atronador silencio. Pese a mi agudísimo oído, pese a mi extraordinario sentido del olfato, fui incapaz de detectar presencia alguna al otro lado de la puerta sobre la que, por segunda vez, insistieron aquellos cuatro misteriosos golpes. No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil, sentado en mi sillón con la mirada fija en aquella puerta mientras en mi cabeza se arremolinaban caóticamente pensamientos de eterna gratitud a mi condescendiente Padre con las más disparatadas conjeturas sobre quién -o qué- me visitaba.
Lovers in Woodland (1871), de John Atkinson Grimshaw |
1. Allegro con brío
He aquí las 4 notas que forman el motivo más famosas de la historia de la música clásica. Cuatro notas repetidas dos veces, de las que se dice que fueron bautizadas por el propio Beethoven como la llamada del destino. Pero son otras dos las notas que me han hecho traeros esta aclamada versión -en detrimento de otras más célebres- del director alemán -luego de nacionalidad austriaca- Carlos Kleiber, reputado genio de la batuta, mago de la música, tan excéntrico como auto-infravalorado, posible consecuencia de la relación con su estricto padre, Erich Kleiber, también afamado director. Las dos notas de que os hablaba aparecen por primera vez en los segundos 32 y 33 de este primer movimiento; dos notas, dos, que la primera vez te sorprenden, la segunda te enamoran y en las sucesivas ya te han atrapado in secula seculorum, amen.
* * *
Será mejor que abras esa puerta, me dije a mí mismo mientras, con una rápida mirada a mi alrededor, comprobaba con cierto desconcierto, de tan etéreo, pronto ignorado, que tanto aquella pequeña estancia y quien esto os relata nos encontrábamos lo que se dice en perfecto estado de revista. Hola, sé bienvenida, intentaba ensayar mentalmente mientras recorría los escasos cuatro metros que me separaban de aquella puerta, fracasando también en la doma de tantos pensamientos desbocados que trocaban de nuevo mi mente en un caos -cuatro metros-. ¡Al lago!, iremos al lago, un breve paseo hasta el lago propiciará la conversación que nos ayude a romper el hielo; sí -tres metros y medio-, eso es, y remar bajo la luz de la luna, a qué dama no ha de complacer -tres metros-, unos sándwiches, ¡y champán! -dos metros y medio-, champán ¡con fresas!, sí, un picnic.
Frío, ¿y si ella siente el frío? -dos metros- no, en ese caso mejor aquí, al abrigo de la chimenea, ¡la música!, lo había olvidado, creo que estoy perdiendo, de nuevo, el control -un metro y medio-. Necesito una melodía cantarina pero no bailable -un metro-, que invite a la alegría pero no a la euforia, un fondo que acompañe, pero sin abstraer; que endulce sin empalago -medio metro-, de ritmo ni muy sosegado, ni encabritado; tan sencillo, sin pecar de sobrio, como brillante sin parecer presuntuoso...
"Un mundo propio" (1905), de Sir Lawrence Alma-Tadema. |
Frío, ¿y si ella siente el frío? -dos metros- no, en ese caso mejor aquí, al abrigo de la chimenea, ¡la música!, lo había olvidado, creo que estoy perdiendo, de nuevo, el control -un metro y medio-. Necesito una melodía cantarina pero no bailable -un metro-, que invite a la alegría pero no a la euforia, un fondo que acompañe, pero sin abstraer; que endulce sin empalago -medio metro-, de ritmo ni muy sosegado, ni encabritado; tan sencillo, sin pecar de sobrio, como brillante sin parecer presuntuoso...
Sinfonía nº. 5 en Do menor.
2. Andante con moto.
La sinfonía de las sinfonías, que así fue catalogada por los entendidos a quienes dejaremos las especificaciones y datos técnicos que a uno le resultan embarazosos de explicar, más por desconocimiento que por voluntad, fue compuesta a principios del s. XIX y bautizada como Sinfonía nº 5 en do menor, Op. 67. Consta de cuatro movimientos, siendo los dos últimos ininterrumpidos y como anécdota cabe indicar que el día de su estreno en Viena, un 22 de diciembre, bajo la batuta del propio Beethoven, fue un poco caótico, debido a la falta de ensayo suficiente de una orquesta que, al parecer, estaba integrada por músicos profesionales y aficionados, y a un programa demasiado largo que terminó agotando al exigente público vienés.
"Máscara veneciana" Vicente Romero. |
Encontrábame, ya, a un palmo escaso de aquella inalcanzable puerta -creo que a partir de entonces empecé a valorar como se merece el esfuerzo de los corredores de maratón-, y aún con toda aquella anárquica marabunta de cavilaciones poniéndome al límite de la sinrazón, pude permitirme la licencia de intentar imaginar cuán hermosa sería aquella Dulcinea que pacientemente esperaba conteniendo su turbación a que su desconocido caballero le permitiera franquear el acceso a su Nuevo Edén.
Mas de paciencia, no habría de restarle demasiada, pues ya teniéndola yo imaginada entre mis brazos, embriagado de vahos y aromas a sonrosada piel desnuda y a punto de sellar tan férvido espejismo con el más apasionado beso del que en crónica alguna jamás se haya escrito, volvieron a sonar, ¡qué digo sonar, a retumbar!, aquellos cuatro golpes, esta vez ya con tal rotundidad e insistencia que el maldito Morfeo se desvaneció llevándose consigo distancias y tiempos, barcas y remos, melodías y silencios, champanes y fresas, fragancias y besos, deseos y sueños.
"El beso" (1822) - Théodore Géricault. |
Y así fue como, en verdad, aquella medianoche amanecí ovillado en mi apreciado sillón de floreada tapicería, esperando aquella llamada que aquellos cuatro golpes, ahora tenaces y retumbantes, hacíanme despertar.
Sinfonía nº. 5 en Do menor.
3. Scherzo-Allegro.
Sobre esta obra y su famoso motivo de "la llamada del Destino" se han escrito innumerables y enciclopédicos tratados, a favor y en contra de tal significado, aireado por vez primera por Anton Felix Schindler, secretario y biógrafo de Beethoven. Los cuatro famosos golpes se repiten en cada uno de los movimientos, aunque de diferente forma, dando unidad a la totalidad de la obra, aunque también en ésto hay quienes opinan que no, que ni llamada del Destino, ni repetición del motivo, ni unidad que valga; en fin, que discrepen, estudien, desmenucen y discutan todo lo que les plazca, que aquí, un servidor se conforma con poder, además de oir, con escuchar, fantasear y compartir una de las más grandiosas obras de la historia del Arte.
Y ya despierto, libre de todas esas humanas y patéticas sensaciones que en tan frágil y vulnerable ser desvirtuaban mi virtual naturaleza, recuperados el sosiego y la frialdad de espíritu que me caracterizan, esperé, sentado inmóvil, pétreo, a que sucediera lo que sabía que iba a suceder. Por el ímpetu de aquellos golpes sabía que no sería necesario alcanzar aquella, antes lejana, puerta que ahora, en efecto, se abría lenta, muy lentamente, desvelándome poco a poco la suprema magnificencia de aquel ser, cuya sola visión me hizo revivir y comprender tantas y tantas cosas que mi única duda se redujo a intentar dilucidar si debía repudiar o adorar ad aeternam a mi amado Padre y creador.
Estaba claro que la banda sonora de aquella maquiavélica cita a ciegas estaría escrita en una tonalidad grandiosa, heroica y tempestuosa, al más puro estilo bethoveniano.
Sinfonía nº. 5 en Do menor.
4. Allegro.
* * *
A ello invitaba la aparición de aquel tremendo ser, de aquella hermosa criatura a la que, pese a no haberla visto jamás, ninguno de nosotros tardaría en reconocer, aún a universos de distancia.
-¡¡¡¿Tú?!!!
-Hola, querido. ¿Puedo entrar...
...o no?
(Continuará)...
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