1 de noviembre de 2015

La insobornable brevedad del ser.

"Si es posible, se debe hacer reir hasta a los muertos". 
Leonardo DaVinci, polímata renacentista. 







—¿Y verme?, ¿ya puedes verme? 


—Ssssí, pero ¿qué... diablos está pasando? 



—Bien.  Nada, sólo es que...  ya estás muerto




Requiem: Dies irae.

Dies iræ, dies illa,
Solvet sæclum in favilla,
Teste David cum Sibylla! 

Quantus tremor est futurus,
quando iudex est venturus,
cuncta stricte discussurus! 
Día de la ira, aquel día, 
en que los siglos se reduzcan a cenizas, 
como testigos el rey David y la Sibila. 

Cuánto terror habrá en el futuro, 
cuando el juez haya de venir 
a juzgar todo estrictamente. 

Este es el estremecedor Día de la ira en versión de Giuseppe Verdi para su famoso Requiem compuesto en 1874 en memoria de su gran amigo el poeta Alessandro Manzoni. Es un himno en forma de poema, de autor aún por confirmar, que narra la llegada del terrible día del Juicio Final, durante el cual los muertos serán llevados ante el trono divino para ser juzgados. 

El Juicio Final  
Miguel Ángel - Capilla Sixtina



Buenas noches mis queridos visitantes. 

Noche de Difuntos, noche de Halloween, noche de ánimas, fantasmas, noche de miedo... La entrada de hoy la protagoniza, como no podía ser de otra forma, nuestra amiga Divina de la Muerte, quien a pesar de haber pedido el día libre, no va a poder acompañarnos al no habérsele concedido tan imposible gracia. Eso sí, me ha convencido amablemente para que sea yo quien os relate como buenamente pueda una de sus últimas aventuras, de la que ya os he adelantado un fragmento que seguro aún os mantiene en suspense, expectantes ante la terrible tensión creada. Sigamos, entonces, con el relato de los hechos, pero ahora empecemos por el principio... 

Unos minutos antes... 

Poco después de haber identificado aquellos sonidos como angustiosos lamentos y desconsolados llantos, fue poco a poco recobrando la visión y reconociendo a sus más allegados familiares como los emisores de tan sentidos plañidos, aunque no ocurrió así con la estancia en que se encontraba, pues fue incapaz de reconocer la habitación de su propio y exclusivo hospital privado, el que él mismo ordenó construir en su imponente, por enorme y lujoso, Palacio Imperial. Aún con la vista un poco borrosa, hizo varios intentos de incorporarse sin conseguirlo, aunque sí pudo, al menos, trazar un travelling visual a lo ancho de aquella enorme y blanca sala, en gran parte amueblada por mesas y aparadores con extraños aparatos electrónicos de los que salían decenas de tubos y cables que parecían terminar en él mismo. Todo inmaculadamente blanco, como blanca era la gran lámpara circular suspendida sobre su cuerpo, como las que se usan en los quirófanos, Quirófano, concluyó, estoy en un puto quirófano. Su reintento de incorporación volvió a resultar infructuoso, al mismo tiempo que se daba cuenta de que había abierto los ojos y girado la cabeza a ambos lados buscando orientarse, y de que no era consciente de haber movido un solo músculo de su cuerpo, Bien, calma, estoy en un quirófano o algo así, debo estar bajo los efectos de algún sedante o anestesia, ¡Queréis dejar de llorar de una puta vez y decidme que coño está pasando!, gritó desbaratando el leve intento de calmarse, ¡Malditos inútiles, estúpidos carroñeros, os ordeno que dejéis de lloriquear de una maldita vez! ¡Ayudadme a levantarme o haré que os despellejen a todos!, gritaba cada vez con más furia, comprobando que ni sus gritos ni sus intentos de aspavientos hacían efecto alguno en sus afligidos acompañantes que continuaban lamentándose, unos en desgarradores llantos, otros en mudos mantras de gestos de rechazo, de negación ante algo que parecía innegable, algo que era inevitable. Los gritos y las órdenes aumentaban en volumen y procracidad en la misma proporción que su desesperación, a medida que iba dándose cuenta de que allí estaba ocurriendo algo que aún no sabía explicar, pero que no indicaba nada bueno, ¡Calláos ya y ayudadme!, ¿acaso estáis sordos?, ¡os he dado una orden, idiotas!, ¡guardias!, ¡¡guardias!!, ¡¡¡a mí, la guardia!!!, gritó más allá de la desesperación, incapaz de comprender cómo su propia familia se negaba a atenderle, aquellos que mejor conocían de lo que era capaz de hacerle a quien osara siquiera mirarle mal, aquellos que por tenerle más cerca, más temerosos debían mostrarse. 

 —No te oyen. 

—¿Qué, quién?... —¿De quién y de dónde provenía aquella desconocida y femenina voz que a pesar de su susurrante y dulce tono, llenaba la amplia sala resaltando muy por encima de los desconsolados lamentos del compungido y sordo coro?

—No pueden oírte —insistió—, pero yo sí. —Allí estaba, la descubrió a su izquierda, junto al amplio ventanal de cristales traslúcidos y blindados, de pie, tiesa como una vela en la esquina más alejada de la camilla en que su seboso cuerpo descansaba inerte, también ajeno a sus órdenes. ¡Cómo no la había visto antes!, la amplia túnica negra con capucha que la cubría resaltaba enormemente entre el níveo color hospitalario, muy similar a la escasa porción de pálida piel que dejaba al descubierto. Y veo que tú a mí también, ya puedes oírme.

—¿Q... qué?, sssí, te escucho, pero ¿quién eres tú?  Aquella misteriosa mujer parecía ignorar sus balbuceantes preguntas, quedándose tan sólo con las respuestas que ella demandaba. Parecía ignorarle, parecía mirar fijamente al infinito a través de la protectora opacidad de la ventana. 

—¿Y verme?, ¿ya puedes verme? —volvió a preguntar, inmóvil, como sin interés, como si ya supiera cada respuesta.

—Ssssí, pero ¿qué... diablos está pasando? 

—Bien.  Nada, sólo es que... —hizo una breve pausa que pareció eterna, mientras, ahora sí, girando la encapuchada cabeza hacia él, le sentenciaba sin la menor vacilación en su afable y a la vez glacial y apodíctico tono—: ya estás muerto


El Beso de La Muerte (1930), Jaume Barba.
Cementerio de Poble Nou, Barcelona.
©Marco Casiraghi Photography

En el escaso e inexplicable segundo que aquella insolente mujer tardó en anular la distancia que les separaba, dejando a la vista, apoyada en la pared, la temible guadaña que antes su cuerpo eclipsaba y que ahora brillaba amenazante, reflejando la filtrada luz del exterior, vio pasar el incrédulo hombre toda su corta e intensa vida ante sus ojos. Trató de sobreponerse al terrible pavor que le invadía, ¡Guardias!, volvió a llamar en vano, como vana fue la orden que dio a su cerebro de mover los brazos para esconder el miedo atroz que le producía Aquella que parecía avanzar flotando hacia él, mientras a su paso se iban marchitando los escasos pero frondosos ramos de flores blancas que encontraba a su paso; un sólo pero majestuoso gesto de su brazo izquierdo transformó en gélida brisa el purificado y cálido ambiente de la sala, provocando la estampida entre adiestradas reverencias y confusos signos de temerosa sumisión e histérico terror, No, no puedo estar muerto, yo no... ¡Ah!, le cortó ella con un simple gesto, ya a escasos centímetros de aquel embotado rostro, permíteme un pequeño matiz: exactamente aún no estás muerto, shhh, le cortó de nuevo abortando cualquier esperanza, te encuentras justo en el trámite entre la vida y la muerte, camino que no tiene vuelta atrás, o sea, como si estuvieras muerto. No, no , no, seguía él negando lo evidente, yo no puedo morir, aún soy joven y estoy sano, los mejores y más caros médicos del mundo cuidan de mí, Ya, ya, ya, la cantinela de siempre, recitó ella sin emoción alguna, Bueno, si te soy sincera, que siempre lo soy, no esperaba mucho más de tí, te comportas en la muerte como el vil y patético gusano que fuiste en vida, como el niño mimado, caprichoso, egoísta y cruel que nunca has dejado de ser, ¡Basta!, fue ahora él quien quiso  cortarle a ella, quien seguía inmutable con su franco sermón, pero tranquilo que no he de ser yo quien te juzgue, eso es cosa de Otro, a mí me debe dar lo mismo lo que te ocurra, Entonces, dijo él, atisbando lo que creía ver una vía de escape, No tiene porqué pasar esto, siempre podemos llegar a un acuerdo, No me digas, dijo ella añadiendo a su monótono tono una pizca de sorna y la acostumbrada decepción, Soy tremendamente rico, dinero, ¡oro!, dime cuánto quieres y será tuyo al momento, Oro, musitó ella con desgana, oro dices, dinero, pobre infeliz, cuán iluso resultas intentando comprarme, ¡a mí!, a quien nada desea ni nada codicia, por la simple razón de que nada necesita, Ya, corta el rollo bruja endiablada, yo sé, yo sé muy bien lo que quieres: Almas, sí, ya te he dado unas cuantas decenas de miles, pero dime, cuántas más quieres, tengo millones, todas a tu disposición, quieres también a esa corte de aduladoras sanguijuelas que me acompañaban, ¡tuyos son, todos!, Dices bien en que han sido numerosas las almas que me has... adelantado, no dado, pues no puedes darme lo que ya es mío desde el mismísimo momento de su concepción, ah, y en cuanto a tus llorosos familiares, en verdad crees, estúpido y vanidoso despojo que lloran por tu pérdida. Pronto, poco después que tú, asqueroso reptil, serán míos, y lo saben, y lo aceptan con la resignación y el temor  que les ha acompañado toda su vida, saben que el mismo pueblo, ese pueblo que tú, gusano inmundo, me ofreces, sin el menor atisbo de remordimiento o vergüenza, acabará con todos ellos como acabaron contigo hace nada, sí, el pueblo que sometiste y tiranizaste desde que eras una pequeña bola de grasa, que es lo único que ha crecido en ti, hasta transformarte en el nauseabundo y seboso despojo que ahora yace ante mí, ¡Mírate!, le espetó al mismo tiempo que le agarraba por el cuello y le alzaba para que pudiera contemplar desde lo alto lo que quedaba de su maltrecho cadáver, Mírate bien, contempla lo que tu venerador pueblo ha echo contigo, y ahora, concluyó recobrando su casi maternal tono al mismo tiempo que giraba sin aparente esfuerzo a aquel pelele, enfrentándole cara a cara con aquel pálido rostro, antes cubierto, a aquella mirada que arrastraba el pesar de eones de siglos, de milenios, de universos, Observa tu patética existencia y compárala con el tenebroso futuro que te aguarda. No, no intentes llorar, ya no puedes. Vámonos, concluyó la Muerte, alcanzando con la mano libre -algo sólo posible en aquella estancia en la que el tiempo y el espacio ya no existían- la afilada guadaña que esperaba en la lejana esquina, y con un gesto de tan rápido y certero, inimitable, clavó la afilada hoja en el cuello del finado, alzando la versátil herramienta hasta apoyarla en su hombro, dejando a su espalda la hoja de la que pendía como un guiñapo el atormentado alma de aquel que intentó comprar a la mismísima Muerte. Anda, no me seas patético.   
  
Sinfonía nº 6 en Si menor, 'Patética'.
(4º mov. Adagio lamentoso). 


Antes de nada quiero aclarar que el sobrenombre de Patética en esta 6ª Sinfonía de Tchaikovsky, fue sugerido por el hermano del compositor, pero no con el significado con que llamaríamos patético al co-protagonista de este relato, sino con el de tierna, emotiva, conmovedora. Bien y como me suele suceder me he quedado sin tiempo para ilustrar este párrafo como se merece, pero os dejo un valioso enlace a otro blog en el que su autor expone y comenta, con mucho mejor acierto de lo que lo haría un servidor, la obra mencionada. También es mi deseo expresar mi agradecimiento a mis apreciados amigos del Cenáculo musical, del que me siento honrado de formar parte -supongo que por mi irresistible belleza y  carisma-, todos ellos grandes gourmets de la belleza y el arte, que no han dudado en ilustrarme cuando así se lo solicité. 









—No, no, nooooooo... ¿adónde me llevas?, ¿qué va a ser de mí?

—Ya lo has visto, no creo que quieras repetir. 

   Te lo contaré cantando. 

   Te va a encantar. 

   O no.



Raskayú, cuando mueras qué harás tú. 

Rascayú, cuando mueras ¿que harás tú?
Rascayú, cuando mueras ¿que harás tú?
    Tú serás un cadáver, nada más.
      Rascayú, cuando mueras ¿que harás tú?

Oigan la historia que contóme un día
el viejo enterrador de la comarca;
era un viejo al que la suerte impía
su único bien arrebató la Parca.

Todas las noches iba al cementerio
a visitar la tumba de su hermosa
y la gente murmuraba con misterio:
"es un muerto escapado de la fosa".

Hizo amistad con muchos esqueletos
que salían bailando una sardana
y mezclando sus voces de ultratumba
con el croado de alguna rana.

Los pobrecitos iban mal vestidos
con sábanas que ‘ad hoc’ habían robado
y el guardián se decía con recelo:
"estos muertos se me han revolucionado".

Si no es bastante tétrica la historia,
los fuegos fatuos se meten en el lío
armando con sus luces tenebrosas
un cacao de padre y muy señor mío.

La, la, la...